En septiembre de 2013, en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, los Defensores del Pueblo de Perú, Bolivia, Ecuador y Venezuela y el delegado especial de Colombia, como parte del Consejo Andino de Defensores del Pueblo, suscribimos una declaración conjunta en la que expresamos “nuestra preocupación sobre el crecimiento en nuestra región de la trata y tráfico de personas, la violencia hacia las niñas, niños, adolescentes y mujeres, la inseguridad ciudadana y la persistencia de patrones culturales discriminatorios hacia migrantes y desplazados”. Al mismo tiempo determinamos que era un tema prioritario para la gestión del Consejo Andino de Defensores del Pueblo, la implementación de iniciativas y proyectos comunes referidos a la trata y tráfico de personas.
Ese mismo día, como una acción concreta que contribuyera a enfrentar este problema, los Defensores decidimos la creación de la “Red del Consejo Andino de Defensores del Pueblo contra la Trata y Tráfico de Personas”, una de cuyas primeras decisiones fue la construcción y publicación del Diagnóstico regional sobre la trata y tráfico de personas en nuestros cinco países. Esa determinación emergente de una decisión política clara y contundente hoy se cristaliza en este documento que se constituye en el primer instrumento político – técnico que aborda el tema desde enfoques tan complejos como fundamentales. Y es que para cada una de las Defensorías que integramos el Consejo Andino, el problema de la trata y tráfico es un tema esencialmente de derechos humanos, pero no únicamente desde la perspectiva jurídica o técnica, sino sustancialmente política y civilizatoria.
Hoy entendemos que este delito tiene que ver con la esclavitud, un tema recurrente y no resuelto de la humanidad, que aunque tuvo sus orígenes en el pasado remoto, asume nuevas formas y se fortalece bajo el modelo de desarrollo capitalista, sustentado por fenómenos como la pobreza creciente, la debilidad de los Estados y sustentado en formas ideológicas como el patriarcado y el adulto centrismo. A diferencia del pasado colonial, en la actualidad, el negocio de la trata y el tráfico de personas son delitos silenciosos y mimetizados bajo mecanismos legales o por lo menos formales. No son visibles en plantaciones agrícolas o en las minas, sino en las calles, los hogares, los negocios y en algunas industrias. En Bolivia, mucha de la explotación sexual está sucediendo en alojamientos y hoteles en pleno centro de las ciudades o continúa bajo usos y costumbres como el traslado de niñas y niños indígenas y campesinos a hogares urbanos bajo la forma del padrinazgo; en estancias ganaderas bajo formas de empaDronamiento; en las cosechas de almendra o azúcar; en el comercio minorista e incluso en la mendicidad forzada.
Otra de las características de estos delitos es su relación intrínseca con la debilidad institucional, lo que facilita sus procesos de captación, explotación e impunidad. De hecho, en países más afectados por la corrupción y la desinstitucionalización, la trata y tráfico encuentran espacios para desarrollarse con mayor rapidez y eficiencia. Sistemas policiales y judiciales poco transparentes, carentes de recursos, con ingresos poco expectables, son potenciales aliados de los tratantes o cuando menos serán permeados inevitablemente por los grupos delictivos; del mismo modo la ausencia de normas laborales y de instituciones que protejan los derechos de los y las trabajadoras o falta de políticas de protección a la niñez y la adolescencia son caldo de cultivo ideales para la explotación sexual y laboral.
Un aspecto que complejiza la problemática es que, de alguna u otra manera, la mayoría de la sociedad es parte del problema a partir de una especie de “complicidad moral” que va más allá de la inacción y se refleja por ejemplo en que somos consumidores de productos elaborados por personas que realizan trabajos forzados, o aportamos a la mendicidad infantil, no nos inmutamos ante el trabajo y la explotación laboral de niñas y niños de 10 años. Muchas veces los casos de trata descubiertos han ocurrido en vecindarios, casas o edificios habitados por familias honorables que nunca vieron ni sospecharon nada, pese a la evidencia de los delitos.
Este tema tan grave ha sido abordado desde hace décadas por la normativa internacional de los derechos humanos y las leyes nacionales, y enfrentado por instituciones y las propias sociedades aunque aparentemente desde sus consecuencias o efectos, pero no desde sus causas esenciales, lo que genera pocas posibilidades de resolverse definitivamente y afianza la certeza que si no se resuelven temas de fondo como la debilidad de las instituciones, las políticas efectivas de protección de mujeres, niñas, niños y adolescentes y la transparencia del sistema judicial y policial, el problema se mantendrá y acrecentará.
El aporte de las Defensorías del Pueblo con este diagnóstico, que se concreta gracias al apoyo de la Oficina de Cooperación de Alemania, es una guía fundamental, no solo para conocer las cifras y las experiencias de los países, sino sobre todo para comprender la naturaleza sustancialmente vulneratoria de los derechos humanos de estos delitos que están minando las bases mismas de las sociedades y comunidades donde actúa, negando todos los avances que en materia de reconocimiento y cumplimiento de derechos hemos pregonado en los últimos cuarenta años. Pero además es una muestra concreta que la lucha por avanzar en el cumplimiento y vigencia de los derechos humanos, es un tema que nos congrega a trabajar conjuntamente y de forma articulada, especialmente en un continente donde tenemos raíces y culturas tan variadas pero al mismo tiempo tan parecidas como lo son nuestros propios sueños y nuestros propios problemas. Rolando Villena Villegas Defensor del Pueblo del Estado Plurinacional de Bolivia. Descargar publicación